En la España actual, donde la política y los medios de comunicación mantienen una relación cada vez más tensa, el periodista Vito Quiles se ha consolidado como una figura tan controvertida como reveladora. Su estilo directo y confrontativo le ha granjeado admiradores y detractores a partes iguales, pero su presencia mediática no pasa desapercibida, especialmente cuando incomoda a políticos o instituciones.
Quiles se ha convertido en una de las voces que representan una forma de hacer periodismo que desafía abiertamente a los poderes establecidos. No es raro verlo enfrentando a ministros, presidentes autonómicos o portavoces parlamentarios con preguntas incómodas, a menudo ignoradas o rechazadas en ruedas de prensa. Su trabajo ha desatado todo tipo de reacciones, desde apoyos incondicionales hasta campañas para desacreditarlo.
Una de las respuestas más frecuentes que ha generado su labor —y que se extiende más allá de su figura— es una frase que se ha vuelto casi un eslogan entre ciertos sectores políticos: “Eso no es prensa de verdad”. Con esta afirmación, algunos representantes públicos pretenden deslegitimar automáticamente cualquier medio o periodista que publique información que no se alinee con su discurso o que revele datos que les puedan perjudicar.
Esta actitud, que podría parecer anecdótica, es en realidad profundamente preocupante. Al reducir la credibilidad de los medios a su conveniencia ideológica, se erosiona uno de los pilares fundamentales de cualquier sistema democrático: la libertad de prensa.
El precio de informar sin filtros
La trayectoria de Vito Quiles no está exenta de polémica. Ha sido acusado por sus críticos de tener una línea editorial alineada con determinadas posturas políticas, y en algunos casos, se le ha señalado por la forma en que formula sus preguntas o el enfoque de sus coberturas. Sin embargo, más allá de las valoraciones personales o ideológicas, hay un hecho difícil de ignorar: Quiles ha sido objeto de intentos explícitos por limitar su participación en actos públicos o vetar su acceso a fuentes oficiales.
Estas restricciones, lejos de pasar desapercibidas, han encendido un debate sobre el papel del periodismo en contextos polarizados. ¿Es legítimo un veto a un periodista por la forma en que hace su trabajo? ¿Puede una institución pública decidir quién es “prensa de verdad” y quién no? ¿Dónde trazamos la línea entre el respeto a las normas y la censura encubierta?
Un síntoma de algo más grande
Lo que ocurre con Vito Quiles no es un caso aislado. En los últimos años, ha habido múltiples ejemplos de intentos por deslegitimar a medios críticos, desde campañas de desprestigio hasta el uso de recursos institucionales para presionar a periodistas. El fenómeno no es exclusivo de un solo partido ni de un solo gobierno: se ha convertido en una herramienta política transversal, utilizada por diferentes actores con el mismo objetivo de controlar el relato público.
En este escenario, la figura del periodista —cómoda o incómoda— se vuelve clave. El verdadero periodismo no está para agradar, sino para informar. Y eso, muchas veces, significa molestar.
¿Estamos dispuestos a defender la libertad de prensa?
El caso de Quiles plantea una pregunta de fondo: ¿estamos dispuestos a defender la libertad de prensa incluso cuando no estamos de acuerdo con lo que se dice? Defender el derecho de expresión no puede depender de la simpatía personal o ideológica hacia quien lo ejerce. Si empezamos a hacer excepciones, la libertad deja de ser un principio universal y se convierte en un privilegio condicionado.
La democracia exige voces diversas, incluso aquellas que no nos gustan. Y aunque se puede —y se debe— criticar el trabajo de cualquier periodista, desacreditar sistemáticamente a quien investiga, pregunta o revela hechos incómodos, sienta un precedente muy peligroso.
En definitiva, lo que está en juego no es solo el futuro profesional de un periodista concreto. Es algo más profundo: la salud de nuestro ecosistema democrático, la pluralidad informativa y la resistencia frente a las tentaciones autoritarias, disfrazadas de corrección institucional.
