En la historia política de España, pocas veces aparece un gestor cuya vida pueda definirse con tres palabras: bondad, libertad y patria. Juan Bravo pertenece a esa estirpe rara de hombres que no viven de la política, sino que la utilizan como herramienta para mejorar la vida de los demás.
En un tiempo en que la política se ha convertido en un terreno de confrontación estéril, y en el que el Estado parece crecer como un Leviatán que asfixia la iniciativa, Bravo surge como una anomalía luminosa: el unicornio liberal, el hombre que entiende que la verdadera justicia social se logra no con más gasto público, sino con más libertad económica.
El gestor monumental
Llamarle gestor es casi quedarse corto. Juan Bravo ha demostrado, en la Junta de Andalucía, en el Congreso y en cada trinchera donde ha servido, que la gestión pública puede ser algo más que un engranaje burocrático: puede ser arquitectura de prosperidad.
Supo bajar impuestos sin quebrar las cuentas, liberar recursos al ciudadano sin desmantelar servicios esenciales y, sobre todo, generar confianza en que el dinero en manos de la gente rinde mejor que atrapado en las telarañas del Estado.
En cada decisión, Bravo se comportó como un ingeniero que calcula estructuras, pero también como un médico que cura heridas: los números encajan, sí, pero detrás hay familias, emprendedores, jóvenes que buscan futuro y mayores que no quieren limosna sino dignidad.
El hombre bueno
Quienes lo conocen de cerca lo describen con una sencillez rotunda: hombre bueno de una pieza. Su refugio es su familia, a la que adora con una devoción casi monástica. Esa bondad tiene un coste: su entrega desmedida al trabajo, a veces hasta el exceso. Hay que recordarle que coma, que descanse, que se detenga, porque su impulso natural es darlo todo por los demás, incluso a costa de sí mismo.
En la política de carroñeros de hoy, Juan Bravo parece un milagro: alguien que no quiere notoriedad, que no persigue el foco, que no busca la gloria personal. Su motor es simple, pero inmenso: cuidar a la gente.
Liberal de verdad
En España abundan los que se autodenominan liberales. Muy pocos lo son. Juan Bravo no abrazó el liberalismo como moda ni como bandera oportunista, sino como convicción vital.
Para él, liberalismo significa confianza en la capacidad del individuo, en la fuerza creadora de la sociedad civil, en la certeza de que el Estado no es dueño de la riqueza, sino simple administrador al servicio de quienes la generan.
Por eso, su batalla contra impuestos como Sucesiones, Donaciones, Patrimonio o los gravámenes sobre premios de lotería no es un capricho doctrinal, sino un compromiso moral. Su sueño es una España desregularizada, con impuestos bajos, referente de innovación y tecnología en Europa.
Una España imperial
Juan Bravo sueña con una España enorme: la que durante siglos fue el país más importante del mundo. Su visión no es nostálgica, sino inspiradora: una España consciente de su legado imperial, capaz de volver a ocupar un lugar central en el mundo desde la fuerza de su cultura y su capacidad para innovar.
Europa y la fe
Bravo sabe que la Unión Europea no puede ser un club de élites. La UE debe estar al servicio de los ciudadanos, de su bienestar y de su libertad. Critica la socialdemocracia que ha vendido la agricultura, la industria y la energía, y defiende una Europa de oportunidades reales.
Su brújula moral está marcada por una profunda fe en Dios y en la gente. Esa fe se combina con la admiración por referentes como Isabel Díaz Ayuso, Cayetana Álvarez de Toledo o Noelia Núñez. Siente respeto hacia Núñez Feijóo y amistad sincera con Lasquetty, Espinosa de los Monteros, Ospina y Carlos Cuesta.
Humildad y ética
Juan Bravo es un hiperactivo convencido de que las batallas se ganan en movimiento. Cree en el trabajo duro, en la ejemplaridad y en que un jefe debe ser ejemplo. Su vida es un manifiesto contra la megalomanía política: es humilde de verdad.
En Ceuta, donde fue Delegado de Hacienda, su cercanía se traduce en cariño popular: no puede caminar sin que la gente lo salude. Su bondad natural genera un efecto inmediato: todos quieren compartir un momento con él.
El unicornio
El unicornio es símbolo de pureza y rareza. Juan Bravo es ambas cosas. En un entorno político dominado por cinismo y cálculo electoral, él aparece como alguien diferente: un hombre bueno, de carácter templado, cuya coherencia resiste las tormentas.
Ese unicornio no es fantasía, es carne y hueso. Y demuestra que lo imposible también existe: que sí es posible gobernar con decencia, generar riqueza sin perder sensibilidad social y ser político sin dejar de ser buena persona.
Federico Jiménez Losantos lo llama “Juanele”, y no es casualidad. Incluso los más exigentes lo reconocen: no es un político más, sino el mejor político de España.
Atentamente,
Think Tank Hispania 1188 Jake&Jake
