Por el Think Tank Hispania 1188
Jesús María González Barceló, Presidente
Hay una guerra silenciosa en marcha. No se libra con tanques ni misiles, sino con bulos, querellas, tuits y platós. Y no tiene por objetivo el poder, sino algo mucho más peligroso: la excelencia.
Lo hemos visto con el Hospital Isabel Zendal, esa obra sanitaria levantada en tiempo récord durante la pandemia, mientras otros gobiernos autonómicos aún debatían dónde poner las carpas. Lo construyó la Comunidad de Madrid como un símbolo de capacidad, eficacia y visión de futuro. Y por eso, precisamente por eso, había que destruirlo.
Como en las guerras antiguas, donde se arrasaban los templos del enemigo para borrar su legado, el Zendal fue objeto de una campaña de demolición simbólica: sabotajes, insultos, acusaciones de sobrecostes, escraches a sus profesionales, y hasta baños reventados durante visitas institucionales. Lo que no se podía derribar políticamente, se intentó ensuciar físicamente.
Es el mismo patrón de siempre: cuando no se puede competir con ideas, se opta por el acoso sistemático al mérito. Si alguien hace bien las cosas, hay que silenciarlo, estigmatizarlo o sabotearlo. Y si ese alguien es mujer, liberal, madrileña y con un apoyo popular creciente, entonces el ensañamiento alcanza niveles de patología política.
El Zendal simboliza algo que la izquierda anquilosada no soporta: que lo público no tiene por qué ser mediocre, y que lo privado no es sinónimo de codicia. Simboliza que una administración eficiente, moderna, austera y con liderazgo puede dar resultados incluso sin necesidad de rendirse ante la burocracia de Bruselas o las comisiones de Moncloa.
Por eso mismo, el Zendal tenía que ser ridiculizado, como se ridiculiza a quien saca sobresaliente en una clase de mediocres. Porque lo que más molesta no es el éxito, sino la comparación que expone el fracaso ajeno.
Mientras algunos sanitarios se dejaban la piel, otros se dedicaban a intoxicar. Mientras Madrid creaba empleo y resistía sin cerrar la persiana a los autónomos, otros se entregaban a la asfixia regulatoria y luego se lamentaban del paro. Mientras Ayuso hablaba de libertad y responsabilidad individual, ellos solo sabían repetir el mantra del miedo y el control.
Y cuando se quedaron sin argumentos, recurrieron al ataque personal: Nacho Cano, su novio, su familia… da igual. Todo vale si sirve para deslegitimar la gestión. Pero por cada golpe, la presidenta madrileña ha respondido con más claridad, más firmeza y más convicción. Porque no hay nada más incómodo para el populismo que una gestión que funciona.
Vivimos tiempos en los que construir un hospital es más escandaloso que cerrar uno. En los que crear riqueza se penaliza, y repartir pobreza se aplaude. Y en los que destacar se considera una amenaza, no un ejemplo.
El liberalismo madrileño no es perfecto, pero tiene una virtud que escasea: no pide permiso para mejorar las cosas. No espera al BOE para dar resultados. Y no teme decir que sin iniciativa privada, sin libertad económica y sin instituciones fuertes, el futuro será cada vez más parecido a esa España subsidiada, intervenida y sometida que algunos sueñan desde sus despachos.
Por eso hay que seguir defendiendo trincheras como la del Zendal. Porque no es solo un hospital. Es una declaración de principios.
