Por el Think Tank Hispania 1188J
Jesús María González Barceló – Presidente
Vivimos tiempos en los que ya no se queman libros, pero sí se cancelan voces. No se exilia a personas, pero se acorrala a los disidentes. No se prohíben ideas por decreto, pero se persiguen mediante el linchamiento mediático y el lawfare. Bienvenidos a la nueva inquisición del siglo XXI: la caza del liberal.
En este contexto, Isabel Díaz Ayuso representa algo más que una dirigente política: es una anomalía que desafía la narrativa oficial. Una mujer incómoda para el poder, que gobierna sin convertir el BOE en garrote ni el CIS en báculo. Y eso, en la España del clientelismo y la obediencia a palacio, se paga caro.
Cada declaración suya, cada decisión económica, es escrutada con lupa inquisitorial por un ecosistema mediático y judicial alimentado desde Moncloa. Se le exige una pureza moral imposible mientras se ignoran los escándalos que rodean al Gobierno central: conflictos de interés, aforamientos exprés, negocios familiares y presiones a fiscales.
La diferencia es tan clara como escandalosa: la izquierda no se vigila a sí misma, pero impone al adversario vivir bajo reflector permanente. Si Ayuso tiene un familiar con un contrato legal, fiscalizado y transparente, se convierte en escándalo nacional; si el entorno directo de Pedro Sánchez opera con recursos públicos o tratos opacos, se tilda de “ataque a la familia”.
Pero la verdadera herejía no es la corrupción (real o imaginada). La herejía es la libertad.
La libertad de elegir colegio, de emprender sin permiso, de pagar menos impuestos, de decir lo que se piensa sin que un ejército de portavoces oficiales te llame “facha”. La libertad de disentir sin miedo. Y esa libertad es anatema para quienes necesitan un Estado omnipresente que premie la obediencia y castigue la autonomía.
La persecución al liberalismo es estructural. No se ataca a Ayuso como persona, sino a lo que representa. Se quiere asfixiar cualquier espacio donde florezca la iniciativa individual, porque una ciudadanía libre es una ciudadanía incontrolable. Y eso les aterra.
Sin embargo, cada ataque despierta a más ciudadanos. El relato de que la libertad es un eslogan hueco ya no cuela. Tampoco cuela la idea de que fuera del intervencionismo solo hay caos. Cada autónomo que sobrevive, cada padre que elige escuela, cada madrileño que respira sin el dogal del sanchismo es prueba de que otra forma de gobernar es posible.
Desde esta trinchera liberal no pedimos privilegios. Pedimos algo más revolucionario: que nos dejen vivir sin que el poder nos empuje al redil.
Mientras quede una voz en pie, una idea que no se arrodille, un ciudadano que no se rinda, el liberalismo seguirá siendo el gran hereje del sistema. Y lo será con orgullo.