La construcción de una defensa europea autónoma enfrenta un obstáculo mayúsculo: la abrumadora dependencia del continente de Estados Unidos en materia tecnológica y militar. Actualmente, entre el 53% y el 60% del material militar de los países europeos de la OTAN y Canadá proviene de Washington, según estimaciones de Euronews y el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI).
Aunque la reciente cumbre de la OTAN en La Haya escenificó una Alianza fuerte, la confianza entre Europa y EE.UU. se deshace rápidamente. Una muestra clara fue la bochornosa revelación de que Estados Unidos espió a Dinamarca, según el Wall Street Journal, apenas semanas antes del encuentro. El incidente provocó una crisis diplomática que ilustró la fragilidad del vínculo transatlántico.
En el Foro de Seguridad de Aspen, celebrado recientemente en Colorado, la ausencia del Gobierno de Donald Trump fue una señal inequívoca del nuevo rumbo político estadounidense. Condoleezza Rice, copresidenta del evento y ex secretaria de Estado, lo resumió sin rodeos: “Tenemos que admitir que el sistema no va a ser exactamente el que teníamos antes”.
El regreso de Trump a la Casa Blanca ha endurecido las relaciones. Su visión proteccionista y su cercanía pasada con líderes como Vladimir Putin generan desconfianza entre los aliados europeos. El reciente acuerdo comercial con la UE, en el que Bruselas fue tratada con menor consideración que Londres, no ha hecho más que acentuar la distancia.
Uno de los focos actuales es la venta de sistemas de defensa Patriot a Europa, con el argumento de reemplazar los que serían enviados a Ucrania. La propuesta —que incluye hasta 17 baterías— ha sido recibida con escepticismo por su viabilidad y por su trasfondo comercial, ya que amenaza con frenar el desarrollo del misil europeo SAMP/T NG, previsto para 2026.
Este tipo de dependencia es especialmente delicado por las restricciones impuestas por EE.UU. a través de la normativa ITAR (Regulaciones en el Tráfico Internacional de Armas). Estas permiten a Washington vetar el uso o la reventa de sus armas por parte de terceros países, colocándolo al mismo nivel de control que Rusia o China.
La desconfianza ha llegado al punto de que empresas europeas enfatizan que sus productos no incluyen componentes estadounidenses para evitar estar sujetos a tales restricciones.
El caso de los misiles Storm Shadow británicos y los SCALP franceses usados por Ucrania ha evidenciado las consecuencias de esta dependencia. Mientras que Londres tuvo que imponer limitaciones a Kiev por presión de Washington, París no lo hizo, ya que sus misiles no incorporaban tecnología sujeta a ITAR.
Este precedente pone en entredicho la decisión del Reino Unido de adquirir 12 cazas F-35A estadounidenses para portadores de armas nucleares. A pesar de su potencia, estos aviones están profundamente integrados con sistemas digitales y software desarrollados en EE.UU., lo que ha generado dudas sobre la capacidad de desactivación remota por parte de Washington. Lockheed Martin, fabricante del F-35, lo ha negado, pero los temores persisten entre aliados europeos.
Además, el sistema nuclear británico ya depende en gran medida de EE.UU.: desde los misiles Trident hasta las bombas atómicas B-61 que portarán los F-35A, todo es de diseño y propiedad estadounidense.
La cuestión tecnológica va más allá del ámbito militar. Donald Trump ha utilizado ya el dominio estadounidense en la nube, microprocesadores, inteligencia artificial y redes sociales para presionar en otros frentes. El caso más sonado fue la suspensión total de servicios de Microsoft al fiscal jefe del Tribunal Penal Internacional, Karim Khan, en cumplimiento de una orden ejecutiva del presidente.
El próximo gran campo de batalla, advierten expertos, será el de los servicios digitales. Mientras la UE se empeña en regular, Trump promete oponerse con firmeza. La confrontación, dicen en Bruselas, es inevitable.
En este contexto, Europa se enfrenta a un dilema estratégico: fortalecer su soberanía tecnológica y militar o seguir atrapada en una relación cada vez más desigual con su principal aliado transatlántico.
