La favela Vila Cruzeiro, en la zona norte de Río de Janeiro, amaneció el miércoles convertida en un escenario de horror. Decenas de cadáveres yacían en las calles tras una operación policial que dejó al menos 132 muertos, en lo que ya se considera la redada más letal de la historia de la ciudad y una de las peores masacres de la historia reciente de Brasil.
Los cuerpos, muchos de ellos desfigurados y cubiertos con lonas azules o bolsas negras, habían sido arrastrados desde los cerros que rodean la comunidad. Vecinos y voluntarios se afanaban en recuperar los restos de amigos y familiares abatidos durante la incursión policial.
“Solo yo he traído 53 cuerpos… aún deben quedar otros 12 o 15 en el bosque”, relató entre lágrimas Erivelton Vidal Correia, presidente de la asociación de vecinos, tras una noche entera recogiendo cadáveres. “Nunca había visto algo así. Ni siquiera en Gaza ocurre esto”.
La operación, que comenzó antes del amanecer del martes y en la que participaron unos 2.500 agentes, tenía como objetivo grupos vinculados al Comando Rojo, una de las mayores organizaciones criminales de Brasil. Sin embargo, la magnitud de la violencia ha desatado una ola de indignación tanto dentro como fuera del país.
Inicialmente, las autoridades reportaron 64 fallecidos, entre ellos cuatro policías. Pero el fiscal general elevó la cifra a 132, superando incluso la tristemente célebre masacre de Carandiru en São Paulo en 1992, donde murieron 111 presos.
Durante la mañana, camionetas transportaban los cuerpos hasta la plaza de San Lucas Evangelista, mientras vecinos buscaban desesperadamente a sus familiares desaparecidos. “Más allá de si eran o no narcotraficantes, en Brasil no existe la pena de muerte. Deberían haber sido arrestados”, dijo el activista comunitario Raull Santiago.
Entre las víctimas se encontraba Fabio Santana, un joven que había intentado entregarse tras recibir un disparo. Su madre, Cida Santana, lo encontró muerto horas después. “Esto fue una masacre, no una operación. Vinieron a matar”, gritó, abrazada al cuerpo de su hijo.
Los testigos describen escenas dantescas: cuerpos con heridas de bala, mutilaciones y signos de tortura. Algunos cadáveres estaban desnudos; otros vestían trajes de camuflaje. “En 30 años trabajando en las favelas, este es el mayor acto de salvajismo que he presenciado”, afirmó la abogada Flávia Pinheiro Fróes, defensora de derechos humanos.
Mientras la indignación crece, el gobernador de Río, Cláudio Castro, ha defendido la actuación policial, afirmando que se trató de un “duro golpe contra el narcoterrorismo”. “Las únicas víctimas fueron los policías”, declaró, en referencia a los agentes caídos. La Oficina de Derechos Humanos de la ONU expresó su “horror” ante las muertes y pidió una investigación independiente.
En medio del dolor, el sacerdote Edmar Augusto, de 50 años, roció con agua bendita los cuerpos amontonados en la entrada de la favela. “No queremos guerra, queremos paz”, dijo ante decenas de vecinos que rezaban y lloraban juntos. “La sociedad no puede permanecer en silencio”.
Para muchos habitantes de Vila Cruzeiro, el silencio ya no es una opción. “Nos dijeron hace años que esto iba a pasar, pero no lo creímos”, recordó Vidal Correia. “Hoy esa profecía se cumplió, y el precio ha sido demasiado alto”.




