El siglo XXI todavía está en su fase inicial, pero en el tablero político global ya hay una figura que sobresale con fuerza propia: Donald Trump. El presidente de Estados Unidos se ha convertido en el personaje más influyente, controvertido y omnipresente de la política internacional, marcando el ritmo de un mundo que reacciona, casi siempre, a golpe de sobresalto.
Historiadores como H. W. Brands han señalado que solo tres presidentes estadounidenses han sido realmente capaces de definir una era: George Washington, Abraham Lincoln y Franklin D. Roosevelt. Sin entrar aún en ese panteón, Trump ha logrado algo indiscutible: convertirse en la figura dominante del siglo XXI. Desde su irrupción política en 2015 hasta su segunda presidencia, ha transformado el Partido Republicano, el debate público y la manera de ejercer el poder.
En menos de un año de su nuevo mandato, Trump ha desencadenado una cascada de decisiones sin precedentes: indultos masivos, despidos, amenazas a jueces, choques con el Congreso, bombardeos en el exterior y una ofensiva frontal contra instituciones, medios de comunicación y opositores políticos. Todo ello ha puesto a prueba los límites del sistema estadounidense y ha abierto un profundo debate sobre la fortaleza real de los contrapesos democráticos.
Más allá de la gestión, Trump ha impuesto un estilo propio. Un lenguaje directo, agresivo y transgresor que rompe con las normas tradicionales y se adapta perfectamente a la era de la atención permanente. Su figura concentra intensidad e inconsistencia a partes iguales, logrando dominar la conversación pública mientras aliados y rivales reaccionan siempre a remolque.
Su segunda presidencia ha sido comparada por analistas con una monarquía absolutista moderna. Amparado por una amplia inmunidad judicial, Trump ha centralizado el poder en la Casa Blanca, rodeándose de una corte de leales, familiares y figuras afines. La simbología es constante: oro, fasto, desfiles militares y gestos que refuerzan una imagen de autoridad casi imperial, asumida y promovida por el propio mandatario.
La confrontación con la oposición ha sido total. Amenazas de procesamiento, ataques a jueces, cuestionamientos constitucionales y una dura política migratoria han generado preocupación dentro y fuera del país. A ello se suma una presión sin precedentes sobre universidades, bufetes de abogados, empresas tecnológicas y medios de comunicación, muchos de los cuales han optado por pactar o ceder ante el temor a represalias políticas o económicas.
En el plano internacional, el impacto ha sido aún mayor. Trump ha alterado alianzas históricas, convertido a Europa en rival estratégico, elogiado a líderes autoritarios y tensado conflictos comerciales y diplomáticos. El orden liberal surgido tras la Segunda Guerra Mundial se ve cada vez más erosionado por una presidencia que privilegia la fuerza, la lealtad personal y la imprevisibilidad.
Para pensadores como Ivan Krastev, Trump encarna una nueva lógica política: una era en la que la intensidad sustituye a la coherencia y la imaginación política, incluso delirante, se impone sobre las reglas tradicionales. En ese contexto, la moderación pierde atractivo y la transgresión se convierte en fuente de legitimidad.
Donald Trump cierra 2025 como el personaje del año y, posiblemente, como el político más influyente de su tiempo. Su legado, ya sea dentro o fuera de la Casa Blanca en el futuro, promete ser duradero. Cuando Trump se mueve, el mundo entero se ve obligado a reaccionar. Y, en esta nueva era, casi nadie logra seguirle el paso sin perder el equilibrio.


















