Tres años han pasado desde que cientos de jóvenes irrumpieran en las calles de Shanghai sosteniendo simples folios en blanco como símbolo de rechazo a la censura y a las duras restricciones anticovid. Aquella inédita ola de protestas, desencadenada tras el incendio mortal de un edificio residencial en Urumqi, Xinjiang, continúa persiguiendo hoy a muchos de sus protagonistas, sometidos a diagnósticos psiquiátricos inventados, vigilancia permanente y graves consecuencias académicas y profesionales.
Li —nombre ficticio a petición suya— tenía 21 años cuando salió a protestar en Wulumuqi Road la noche del 27 de noviembre de 2022. Tras pasar dos noches en un centro de detención, las autoridades le ofrecieron una elección: permanecer confinado indefinidamente en su domicilio o ingresar “voluntariamente” en un hospital psiquiátrico durante nueve días. Convencido por sus padres, optó por lo segundo.
Desde el momento en que cruzó la puerta del hospital, Li fue interrogado durante horas por supuestos psiquiatras que, según él, eran funcionarios disfrazados. “Me preguntaban por un grupo de antipatriotas supuestamente operando desde Reino Unido. Estaban convencidos de que tenía vínculos por haber estudiado en Londres. Todo era absurdo”, recuerda. Sedado con ansiolíticos y antipsicóticos, salió con un diagnóstico de “trastorno de personalidad paranoide” emitido sin evaluación clínica real.
Tras aquel episodio, su vida quedó marcada: fue expulsado de la universidad, su pasaporte fue retirado y desde entonces debe notificar a la policía cada vez que sale de Shanghai. “También acosaron a mis padres durante meses”, explica mostrando el documento oficial de su internamiento y fotografías de las protestas.
Otros testimonios, recogidos bajo anonimato, describen patrones similares. Jóvenes que pasaron días retenidos, teléfonos confiscados, arrestos domiciliarios prolongados y familias presionadas bajo acusaciones de colaboración con “fuerzas extranjeras”. “Solo queríamos el fin de los confinamientos, no atacar a los líderes”, insisten varios de ellos.
La intersección de Wulumuqi Road con Anfu Road, epicentro de aquellas movilizaciones, volvió a amanecer este jueves llena de agentes. Cada aniversario de la llamada “rebelión del folio en blanco” se intensifica la vigilancia en una ciudad que prefiere olvidar lo ocurrido, aunque sus protagonistas no puedan hacerlo.
El cineasta Chen Pinlin, conocido como Platón, también pagó un alto precio. Tras documentar las protestas y difundir su obra en plataformas extranjeras, fue arrestado en 2023 y condenado en 2025 a tres años y medio de prisión por “provocar peleas y causar problemas”, una acusación habitual contra voces críticas.
Organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional llevan tiempo documentando el patrón: detenciones, vigilancia extendida a familiares, expulsiones universitarias, despidos laborales y acusaciones de alcance difuso para justificar penas severas.
Tres años después, para muchos de los jóvenes que alguna vez sostuvieron un folio en blanco pidiendo libertad, las consecuencias siguen tan presentes como entonces. Entre diagnósticos fabricados, movimientos controlados y expedientes académicos rotos, el eco de aquella noche de noviembre continúa marcando su día a día.
















