Un año ha pasado desde la caída del régimen dictatorial de Bashar al Asad en Siria, un evento marcado por la esperanza, pero también por la inquietud entre la población. La nación, conocida históricamente por su diversidad cultural y religiosa, se encuentra en un punto crítico de su historia, enfrentando múltiples desafíos sociales y económicos.
El nuevo líder, Ahmed al Shara, antiguo comandante yihadista, asumió la presidencia con la difícil tarea de restaurar la seguridad y reconstruir el país tras 13 años de conflicto armado. A pesar de la caída del dictador, las cicatrices de la guerra civil siguen presentes y muchos ciudadanos temen por su futuro, sintiendo que la paz está lejos de ser una realidad estable.
Uno de los problemas más apremiantes es el sectarismo que ha atravesado el tejido social del país. La diversidad de comunidades en Siria, con un 70% de la población perteneciente a la rama suní del islam y un 30% compuesto por alauitas, kurdos y otras minorías, se ve amenazada por la creciente división y desconfianza entre estas comunidades.
Las tensiones sectarias no son una novedad: durante décadas, la familia Asad, alauita, gobernó con mano dura, y con su caída ha surgido un nuevo miedo. Yahya M., un funcionario alauita, describe el miedo que sienten las minorías tras las nuevas manifestaciones y la violencia sectaria en el país, que han cobrado miles de vidas.
El 8 de diciembre de 2024, los grupos rebeldes lograron un avance inesperado, capturando importantes ciudades, lo que obligó a Al Asad a huir. Sin embargo, esta victoria ha sido agridulce, ya que las represalias y ataques sectarios han reavivado el terror en las comunidades más vulnerables, como la alauita.
Las ciudades costeras, donde vive una gran comunidad alauita, han visto un aumento en las protestas en rechazo a la discriminación, incluso entre los propios alauitas, que ahora exigen la recuperación de sus empleos y la libertad de los encarcelados. Sin embargo, los ecos del conflicto siguen resonando y la inseguridad persiste, haciendo que la gente se sienta sumida en un ciclo de miedo y desconfianza.
Por otro lado, las comunidades kurdas, que representan alrededor del 10% de la población, también están en un estado de incertidumbre. Amnina Hussein, una periodista de origen kurdo, subraya la falta de diálogo y representación en el nuevo gobierno. Aunque se han dado algunos pasos hacia la inclusión, la integración militar es vista como una amenaza y no como una solución.
En las provincias del sur, los drusos enfrentan sus propios retos. Con tensiones que emergen entre las comunidades, la seguridad se ha vuelto un lujo raro. Jasmine al Kadi, una joven drusa, habla sobre la devastación en su región, temiendo que la violencia sectaria continúe escalando, especialmente con la intervención de fuerzas externas como Israel.
Históricamente, las comunidades en Siria han logrado coexistir a pesar de sus diferencias, pero tras años de represión y conflicto, el panorama ha cambiado. Los retos a los que se enfrenta la población son múltiples y alarmantes. La reconstrucción económica es una de las prioridades, pero el camino hacia una paz duradera se vislumbra como algo complejo.
A medida que el país entra en un nuevo capítulo, muchos ciudadanos expresan la necesidad de justicia y reconciliación. Una estabilidad real en Siria requerirá un esfuerzo conjunto entre todas las comunidades, acompañadas por un liderazgo que valore la diversidad y busque construir un futuro en el que cada uno pueda vivir sin miedo.
















