Encender el micrófono en un chat de voz de un videojuego multijugador puede convertirse en una experiencia aterradora para muchas mujeres. No se trata de recibir un saludo, sino de enfrentarse a un torrente de insultos: «hija de puta», «calla y vete a la cocina» o «perdimos; hay una mujer», mensajes que reflejan un acoso sistemático y persistente.
Lejos de ser espacios de ocio, los foros y chats de los videojuegos se han convertido en laberintos de humillaciones. Algunas se dirigen a la orientación sexual de las jugadoras, otras las relegan a estereotipos tradicionales, y algunas sobrepasan todos los límites, como amenazas de muerte.
Según el informe 2023 de la Liga Antidifamación (ADL) sobre Acoso en Juegos Multijugador en Línea, casi el 71% de los jugadores adultos ha sufrido acoso severo, siendo las mujeres los principales objetivos por su género. Historias como las de Laura, de 24 años, o Sara, de 17, muestran cómo los insultos y amenazas se entrelazan con la violencia sexual digital. En casos extremos, como el de Elena, de 22 años, el acoso incluye ‘doxxing’, es decir, la publicación de datos personales y ubicaciones, lo que la llevó a abandonar los juegos competitivos.
La misoginia en los videojuegos no es nueva. Desde los personajes femeninos reducidos a princesas que esperan ser rescatadas hasta títulos que glorificaban la violencia sexual, como el polémico Custer’s Revenge de 1982, la industria ha codificado a la mujer como objeto o premio. La irrupción de Lara Croft en 1996 parecía cambiar esta narrativa, aunque incluso la heroína de Tomb Raider nació bajo la mirada masculina y con proporciones sexualizadas.
Hoy, las mujeres representan el 52% de la comunidad ‘gamer’ mundial, pero los estereotipos y la discriminación persisten. Movimientos como Gamergate en 2014 evidenciaron el acoso organizado contra mujeres visibles de la industria, incluyendo amenazas de violación y campañas de ‘swatting’. Además, la discriminación se refleja en entornos laborales, como se reveló en el caso de Activision Blizzard en 2021, donde se documentó una «cultura de hermandad» tóxica que perjudicaba a las trabajadoras.
Investigadoras como Nira Santana destacan que la misoginia se manifiesta en tres niveles: la escasa representación de creadoras, el acoso a jugadoras y la falta de diversidad en cómo se representan los personajes femeninos. En España, según el proyecto GamerVictim de la Universidad Miguel Hernández de Elche, la victimización sexual de mujeres en videojuegos online es significativamente mayor que la de los hombres, y ser mujer se convierte en un predictor de acoso.
El impacto psicológico es profundo: pérdida del disfrute del juego, ansiedad, depresión e incluso ideación suicida. Las mujeres desarrollan estrategias defensivas para evitar ser atacadas, desde el anonimato hasta abandonar partidas o incluso modificar su voz y nombre de usuario para pasar desapercibidas.
Pablo Romero, investigador de la Universitat Oberta de Catalunya, apunta que la raíz del problema es la desinhibición que ofrece el anonimato en línea y la normalización de la toxicidad. La respuesta de las plataformas, basada en sanciones y eliminación de contenido, llega tarde: el cambio real, advierte Santana, pasa por la educación digital desde edades tempranas, trasladando al entorno online las normas de respeto que rigen en el mundo físico.
El costo de esta cultura de odio no es solo el disfrute perdido, sino el trauma psicológico y la exclusión de miles de jugadoras. Combatirla requiere reconocer que, aunque el medio sea virtual, el daño que provoca es siempre muy real.
















